Cazandos Perdices...




De pronto, Guillermo se puso en pie, dejando su taburete, en donde estaba sentado tomando plácidamente el café, dio una vuelta por la habitación y, finalmente, salió a la baranda, y dijo a Vicente:

- Compadre, ya que tanto tardan en venir los visitantes, y mientras no llega Boquinha, voy con Belén por el lado del Lamedor, para probarlo al fin, como buen perro perdiguero.

- ¡Y bien puede decirlo, pues perdiguero como éste estoy buscando desde hace tiempo! – y dando un leve silbido y luego imitando a la perdiz cuando anochece, espero la reacción del animal.

Bajo la mesa, en donde dormitaba, el perro Belén estiró las orejas, y con su gruesa cola barría el piso de la cocina.

- Vaya, compadre – indicó la comadre -. Lo que es caza hay de sobre en el terrero; Vicente no tiene tiempo para eso. ¡Vaya; me hará un gran favor, pues así tendremos aves para la cena de esta noche!...

Y luego, sin tomar aliento, añadió:

- ¡ No se imagina cómo ando de enojada en estos días! Ya me estaban dando descos de cambiar de platos y volver a los días en que había gusto para eso…

Este tal Vicente vivía en aquella encrucijada de Santa Leopoldina, llamada también Campiña Alegre, por la situación privilegiada en que se encontraba. Como bien decía su nombre, surcaba lindas tierra de regadío, todas ellas labradas, al pie de una loma, que era conocida con el nombre de Mosquito – campo y valle -, en un horizonte abierto, con distancias indefinidas, teniendo como telón de fondo el azul nostálgico de los contrafuertes de la Sierra Dorada. Por la carretera arenosa, escaldada por la solanera, se movían en vaivén los carros, lenta pero continuamente, y las filas de cargueros resoplaban con cansacio, en demanda de las márgenes del Araguaya, o viniendo de Santa Rita, con destino a la capital.
Declinaba la tarde, y el sol se ocultaba por el lado de la Barra. El compadre Guillermo vino especialmente de la ciudad para cazar perdices en aquelles parajes, que tenían fama entre los cazadores. Como encontrara el animal dispuesto, no esperó más, y salió con Belén rumbo al terrero, mientras una amigable convivencia se iniciaba, entre perro y hombre, uno silbando quedamente y otro saltando entre sus piernas. Vicente lo vió desaparecer en dirección a la tapera de Antonio; pero pasó el tiempo y no lo vió regresar de la cacería.

- ¡Sin duda se quedó en la Chapada ! Seguramente el perro olfateó algo bueno, a lo mejor un venado, que son comunes por el camino de la Barra – explicóse a sí mismo.

Realmente, a eso de las once, con la luna llena, Guillermo se aproximaba. Traía una buena cantidad de perdices, mas no le acompañaba el perro.
Dijo que fue hasta la Chapada, matando por el camino cuantas perdices iba levantando el perro; al volver. Estando descuidado, muy cerca de la loma, preparando un lugar adecuado para tender la red, el perro metióse por un matorral y no apareció por más silbidos que le dió. Esperó largo rato y, cansado de esperar, montó en su matungo, regresando, con la seguridad de que el animal había vuelto a casa.

- Pues aquí no volvió; seguramente que me ha perdido mi perro, compadre…

- No, hombre, no; esperemos un poco, ya regresará. ¡ Animal de esa laya, no se pierde tan fácilmente!

Como la noche estuviese clara, casi como el día, dispenso el hospedaje, y Guillermo emprendió el camino de regreso a la ciudad.
Vicente no durmió en toda la noche. De vez en cuando se asomaba a la puerta, miraba por todos los lados, se  acercaba a la empalizada, pero Belén no aparecía. La luna, muy brillante, iluminaba el campo silencioso, en la más remota lejanía, pero no se veía sombra alguna del animal.
Al cantar los galos, no se pudo contener más; fué al corral y ensilló el redomón y se metió por los vericuetos de la Chapada. Siguió el derrotero que hiciera la víspera el compadre. De camino, cortaba por los atajos, indagando en las dos o tres chozas, muy raras por cierto, que allí había en el fondo de los rastrojales, para saber si el animal había tomado esos rumbos.
Tomó otro camino. No le satisfacían las indicaciones que tenía. Hombre de campo, seguía paso a paso todas las marchas y contramarchas que hiciera su compadre Guillermo. Pudo muy bien orientarse, pues las plumas dejadas por las aves señalaban los lugares de la cacería de la noche anterior. Desistió de buscar en la loma: las pisadas de Belén entraban matorral adentro, pero no vió huellas de regreso.
Cruzó en todos los sentidos el Lamedor. En la mañana luminosa, engalanada por el sol de mayo, las veredas estaban cubiertas de flores silvestres, las cuales ponían una nota alegre en el valle. Los insectos armonizaban con sus movimientos o sonidos la quietud de esa hora.
Fue invadiéndole cierto desánimo. Dio vuelto varias veces, anduvo más de un cuarto de legua, y por último se dirigió a casa del difunto Amancio, otro morador de aquella comarca, con el deseo de averiguar algo.

- No, no señor, no vimos ningún perro – le respondieron cuando inquirió.

El sol comenzaba a hacer sentir el fuego de sus rayos. Ya serían más o menos las once de la mañana, y por más vueltos que dio, ni el menor rastro del animal.
Desazonado, tomó el camino de regreso. Entonces, en la bajada de la loma, esa cuesta tan llena de obstáculos, malezales peligrosos y grande hormigueros, estando distraído, mientras liaba un cigarro, por poco lo sacó de la silla el caballo, que no perdía sus manas de chúcaro, pues había tropezado con un tronco de madera que estaba atravesado en el medio del camino.
Por lo menos, eso pensó: que era un tronco de árbol; pero prestando más atención, vió que no era precisamente un madero…
Bajó del caballo y se llegó bien cerca. Era una enrome sucurí¹. La mayor que había topado en su vida, y eso que era común ver enormes ofidios de esa especie en aquellos parajes. Volvióse hacia la casa, pensando en el asunto.
Después del almuerzo regresó al lugar. Calculó la longitud de la serpiente: tenía unos cuarenta y ocho palmos, más o menos. Presentaba un gran nudo en el estómago, que fue lo primero que le llamó la atención.
Empuñó el cuchillo y abrió de extremo a extremo el vientre de la monstruosa boa. ¡Allí estaba, todo entero, el pobre perro, arrollado y cubierto de una repelente viscosidad!...
Y esa piel de sucurí todovía adorna el rancho de Vicente, dando vuelta a la pieza; tal su desmesurada largura.
Contrafuertes de la Sierra Dorada
                                                                                                                                      Hugo de Carvalho Ramos


1 – Anaconda, grande ofidio que vive en pantanos y ríos de América del Sur.

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